Escribir para pensar
Ya lo sabes, vivimos en un momento histórico en el que la velocidad lo atraviesa todo (para la mayoría): cada jornada parece una carrera de fondo en la que, aunque corras, no llegas; una agenda repleta de tareas, notificaciones y obligaciones que se superponen unas a otras y no dejan espacio ni para respirar, ni para pensar con calma. Nos movemos de una cosa a otra sin pausa, atrapadas en un ritmo que no siempre elegimos y, en medio de esa prisa constante, pensar se convierte en un lujo.
La llamada sociedad de la información ha acelerado nuestras vidas hasta un punto en el que apenas nos damos cuenta del modo en que esa sobrecarga —de datos, de estímulos, de decisiones— nos mantiene en un estado de alerta constante, como si tuviéramos que reaccionar a todo de forma inmediata. Y claro, cuando surge un problema, cuando algo no encaja, buscamos respuestas rápidas. Nos vamos a Instagram, a YouTube, a Google, a ChatGPT, a cualquier rincón que nos prometa soluciones express. Y está bien. A veces encontramos justo lo que necesitamos. Pero otras veces olvidamos algo mucho más profundo: que la herramienta más poderosa para resolver lo que de verdad nos importa no está fuera, sino aquí dentro. En nuestra capacidad de pensar con claridad.
Y para eso, escribir es una puerta.
Porque escribir no es solo juntar palabras: es detenerse para tomar perspectiva.
En este contexto de saturación mental, la escritura se convierte en un acto esencial, íntimo y revelador.
Al escribir, aunque sea una frase suelta o unos cuantos párrafos sin mucho orden, empezamos a ver con más nitidez lo que pasa por dentro: deshacemos nudos, detectamos repeticiones, capturamos matices que normalmente se pierden en la velocidad del día.
Es como si, al ponerlo en papel, algo se recolocara por sí solo. Iluminamos zonas que, hasta ese momento, estaban en sombra. A veces uso el símil del espejo que usamos para poder vernos la espalda, que suele quedarnos oculta si no nos paramos frente a observar con intención.
Escribir nos ayuda a observar —de verdad— qué decisiones estamos tomando, hacia dónde va nuestra energía, qué estamos priorizando incluso sin darnos cuenta de ello (porque nuestros actos nos delatan). Y cuando eso sucede, algo cambia. Porque ver con claridad ya es empezar a transformar.
Además, escribir despierta preguntas.
Y no cualquier tipo de preguntas, sino esas que aparecen cuando dejamos de actuar en automático. Preguntas que no siempre son cómodas, pero sí necesarias.
¿Quiero seguir con este proyecto o lo hago por inercia?
¿Estoy cultivando mis relaciones con la atención que merecen?
¿En qué momentos me estoy perdiendo a mí misma?
¿Qué me está doliendo y todavía no sé nombrar?
¿Qué quiero hacer con el tiempo que me queda?
Estas preguntas no esperan respuestas inmediatas ni soluciones concretas. De hecho, su valor está en abrir posibilidades, no en cerrarlas. Son grietas por las que entra luz. Caminos que invitan a detenerse y escuchar con más profundidad.
Y es ahí, justo ahí, donde la escritura se transforma en algo mucho más que un ejercicio. Se convierte en una forma de vivir con más presencia.
Escribir, en esencia, es una práctica de autoconocimiento.
Porque al final del día, después del trabajo, de las conversaciones, de las alegrías o los tropiezos, volvemos siempre al mismo lugar: nosotras.
Tras una ruptura, una celebración, un logro o una pérdida, regresamos al silencio interior, ese espacio donde estamos a solas con lo que somos y sentimos. La escritura nos permite habitar ese lugar con más ternura, con más honestidad, y cultivar una relación más sólida con nosotras mismas.
Es un privilegio poder escribir.
Y lo es porque tenemos una herramienta que no solo nos permite pensar, sino también mirar lo que sentimos con más claridad, con pausa y más intención. No se trata de escribir bonito ni de mostrarle nada a nadie. Se trata de usar la escritura como una linterna, como un espejo o como un refugio (elige tu palabra según cómo la sientas).
Y lo interesante es que sus efectos no se quedan en lo abstracto. Escribir influye en lo más cotidiano: te ayuda a ordenar tus prioridades, a elegir con más conciencia y a gestionar mejor tu tiempo.
Porque administrar el tiempo, en realidad, es aprender a renunciar.
Y solo cuando escribes lo ves con más nitidez: a qué cosas estás diciendo “sí” por miedo, por compromiso o por costumbre, y qué cosas, en cambio, merecen ese espacio que estás regalando a todo lo demás.
La escritura te ayuda a decidir desde otro lugar. A veces, en medio de un párrafo sin rumbo, surge una idea sobre tu familia, sobre tu trabajo, sobre una decisión pendiente que parecía secundaria y, de repente, cobra una nueva importancia.
Escribir te permite pensar desde todas tus capas, sin restricciones ni filtros.
Lo importante es eso: dedicarte ese tiempo y hacerlo sin expectativas. Solo por el placer de estar contigo.
Cómo escribir para pensar
No necesitas escribir para nadie más. Puedes compartirlo más adelante si lo deseas, pero la escritura más valiosa empieza siendo solo para ti. Sin que tu gramática sea perfecta, sin estilo literario, sin necesidad de encontrar “«a palabra justa».
Lo que importa es el acto de escribir como vehículo para el pensamiento, como modo de explorarte. Con el tiempo, sin que te lo propongas, notarás cómo tu forma de expresarte gana en precisión. Es como si el lenguaje empezara a afinarse con la práctica. Te das cuenta por las palabras que eliges, en los matices que captas, en la fluidez de tus frases y, sobre todo, cómo empiezas a nombrar cosas que antes solo sentías de forma difusa. La claridad y la precisión como consecuencia.
Esa precisión es lo que la neurocientífica Lisa Feldman Barrett llama granularidad emocional: la capacidad de describir nuestros estados mentales con detalle y sensibilidad.
Hay quienes dicen simplemente que están bien o mal, tristes o contentas, pero en realidad nuestras emociones son mucho más complejas.
Hay malestar que incomoda y no sabes a qué se debe.
Hay rabia interna ligera y otra que te quema.
Hay nostalgias dulces, que añoras, y otras que duelen.
Hay alegrías tranquilas y otras que estallan en el pecho.
Poder distinguir todo eso, ponerle nombre, entenderlo, es una forma profunda de inteligencia emocional.
Y sí: se puede entrenar. Cuanto más escribas, más matices descubrirás. No solo para comprenderte mejor, sino también para gestionar lo que sientes con mayor serenidad, sin reprimirlo ni exagerarlo.
La escritura te da un mapa más completo de ti.
El entorno importa (pero no tanto como crees)
Aunque escribir es una práctica íntima, no necesitas una cabaña en el bosque ni una habitación propia decorada con velas para hacerlo bien. Cualquier lugar donde te sientas mínimamente cómoda puede servir. He tenido ideas preciosas esperando en la cola del supermercado o viajando en tren.
En realidad, más que el entorno externo, importa tu disposición interior: esa actitud de curiosidad, de escucha, de conexión contigo.
Aun así, si estás empezando, ponértelo fácil puede marcar la diferencia. Elige un rincón agradable, con buena luz, una silla cómoda, una bebida caliente si te apetece.
Sobre todo, elimina distracciones. Silencia las notificaciones del móvil, cierra las pestañas innecesarias, crea un espacio que, aunque breve, sea solo tuyo. El tiempo que dedicas a escribir no es un lujo: es una inversión en ti.
Tecnología, una trampa que deslumbra
El móvil, ese aparatito que usamos para todo, se ha convertido en una especie de consuelo rápido ante cualquier incomodidad. Nos sentimos inquietas y lo miramos. Nos aburrimos y lo abrimos. Y, sin quererlo, acabamos robándonos el momento justo en el que iba a surgir algo interesante.
El problema no es la tecnología en sí, sino el modo en que interrumpe lo que estaba a punto de florecer: una idea, emoción o palabra. La página en blanco puede incomodar, sí. Pero en esa incomodidad a veces hay semillas. Lo nuevo no llega cuando todo es fácil. No siempre, pero en general llega cuando te quedas, aunque sea solo diez minutos, en ese lugar donde algo empieza a moverse dentro de ti.
Es un tiempo valioso. Solo diez minutos contigo y tu escritura pueden abrir puertas que ignorabas. Luego, si quieres, puedes volver al móvil, al correo, al ruido. Pero primero, quédate contigo.
Si prefieres escribir en el ordenador, hay programas que bloquean distracciones. Puedes usarlos. Pero si ves que te cuesta concentrarte, vuelve al papel. A un cuaderno sencillo y a un bolígrafo que se deslice por el papel.
El papel no tiene un cursos parpadeando que nos mete prisa, no suena, no notifica... Solo espera un palabra, la línea de un garabato o lo que estés disuesta a darle, sin juzgarte.
Esto es todo lo que necesitas.
✍️ Diez minutos contigo (y una libreta)
Así que, ahora te pregunto: ¿alguna vez te has sentado a escribir… y te has quedado mirando el papel/pantalla sin saber por dónde empezar?
Tienes tanto dentro, sientes la cabeza nublada por los pensamientos, pero nada sale. Como si las palabras se quedaran atrapadas en algún rincón invisible entre el pecho y la garganta.
Sabes que no es que nos falten ideas, sino que llevas demasiado tiempo sin escucharte. O sí, lo haces, pero la mente no se despeja ni las ideas se aclaran solo rumiando sin parar o con distracciones externas que meten más ruido.
La vida va deprisa y los días se llenan de cosas por hacer, de mensajes, de interrupciones. Cuando por fin encuentras un momento para ti, ya estás agotada, distraída, o tienes esa extraña sensación de que estás en todas partes menos contigo.
La escritura como refugio
Hace un tiempo me di cuenta de algo: si no creaba un espacio para pensar, acababa viviendo en piloto automático. Decidiendo cosas importantes con prisas, postergando lo que me hacía bien y acumulando cansancio al vivir por inercia. Empecé a escribir para entender qué estaba sintiendo, qué necesitaba, qué me estaba pidiendo la vida. Una vida que me volvió a engullir y no fue hasta que empecé a practicar mindfulness que me volví a parar y retomé la escritura, ya no solo personal, sino también literaria y publicable.
Y funcionó.
Al escribir, empecé a notar los bucles mentales en los que caía una y otra vez. Me descubrí diciendo “sí” a cosas que en realidad no quería. Me di cuenta de lo que me dolía y no estaba mirando. Y también, poco a poco, recuperé esa voz que había quedado sepultada bajo la lista de tareas.
No hacía falta que fueran textos largos. Bastaban diez minutos, un cuaderno, y el deseo de estar conmigo sin exigencias.
A veces escribía en la cocina mientras se hacía el café, en el patio del colegio esperando a mis hijos, en el autobús de camino al trabajo... En otras ocasiones, encontraba un rincón tranquilo y escribía con calma, con una vela encendida y en silencio.
La verdad es que no necesitas mucho. Solo ganas de mirar hacia dentro sin juicio.
Pensar, sentir, escribir
Como te decía más arriba, cuando escribimos con libertad, sin pretensiones, aparecen preguntas que no suelen tener hueco en la rutina:
¿De verdad quiero seguir por este camino?
¿Qué parte de mí estoy callando para no incomodar?
¿Qué deseo conservar, aunque el mundo me diga lo contrario?
Escribir no es solo poner palabras en orden. Es hacer espacio.
Y cuanto más lo haces, más sentido tiene lo que vives. Las emociones se vuelven más nítidas. Lo que parecía confuso, se aclara; lo que parecía urgente, ya no lo es tanto.
Vuelvo a esa palabra preciosa que lo revela: granularidad emocional.
Significa aprender a nombrar lo que sientes con más matices, más precisión, más honestidad. Pasar del «estoy bien» o «estoy mal» a desgranar esos sentimientos o sensaciones. Un cambio, aunque pequeño, que lo transforma todo.
Una invitación
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Reciuerda que, a veces, solo necesitas eso: diez minutos, un cuaderno… y estar contigo con amabilidad y cariño.
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