Hace unos meses celebré mi aniversario de bodas con mi marido. Fuimos a un restaurante moderno de menú degustación donde nos deleitaron con muchos minúsculos platos, todos ellos muy elaborados. En ocasiones no daba tiempo a distinguir los sabores de los ingredientes de tan pequeños que eran. Con un solo bocado y una sola pieza es difícil disfrutarlos. Nos llamaba la atención que algo tan pequeño tuviera tantísimos ingredientes. Lo que más nos gustó fue un caldo cocinado a fuego lento y muy sabroso. Lo más sencillo del menú.
Nos fuimos disgustados. Y no por el precio. Indudablemente era (es) caro si lo juzgamos por lo satisfechos que nos quedamos. Pero no lo es si lo juzgas por la cantidad de trabajo e investigación que hay detrás de cada plato.
Más que un restaurante parecía un laboratorio.
Era la segunda vez que lo visitábamos y no habrá una tercera. Somos de dar dos oportunidades por si la primera tuvimos mala suerte.
Valoro muchísimo el trabajo que hay detrás, la cabeza que lo piensa, el proceso de prueba y error y las manos que lo elaboran; pero me quedé con la sensación de que querer sorprender de esta manera a algunos se les va de las manos.
Curiosamente, uno de nuestros restaurantes preferidos tiene una carta muy corta y concreta con pocos ingredientes. Un sitio donde el producto manda. Algo sencillo y con muy buena calidad. Una comida que puedes saborear con calma, bocado a bocado y reconociendo lo que comes.
Esta idea de sencillez, calidad (que no digo que el primero no la tuviera, todo lo contrario), de reforzar un buen producto sin aditivos estrambóticos y de simplificar, me persigue desde hace mucho tiempo.
En la vida personal y profesional.
Deshacerme de trastos inservibles en casa y en mi trabajo.
Fijarme en lo que funciona, trabajar la calidad (el producto) del ingrediente principal (la escritura).
De cuando estaba totalmente sumergida en el mundo mindfulness me han quedado buenos hábitos. El principal es la capacidad de darme cuenta y esta semana ha sido bastante reflexiva. Las circunstancias que llegan solas se manifiestan como muros que, si los miras desde abajo, parecen infranqueables. Hay que alejarse para verlos como vallas que se pueden saltar o rodear. La escritura ayuda a tomar perspectiva.
Me doy cuenta de que, cuando suelto las riendas, vuelvo al corre-corre de la vida: hago tanto, tan rápido y tengo tal cantidad de cosas que hacer, que pierdo el rumbo o me atasco. Cuando la vida es así, es difícil experimentarla por completo. Disfrutar de lo que vivo se hace complicado.
Dejo de distinguir los ingredientes.
Cuando vuelvo a mí y me centro en lo sencillo (lo que está en mi mano), me doy cuenta de que simplificar no es necesariamente deshacerme de muchos ingredientes, sino que se trata de experimentar pocos pero más. Es decir, que al centrarme en menos cosas, las puedo usar con más plenitud y las aprecio mejor. Las distingo y las disfruto.
Cuando me lleno de tareas estoy procrastinando y dejo de trabajar en la calidad del producto principal. Si tengo menos cosas que hacer, realmente puedo dedicarme a esas tareas y experimentarlas realmente.
Un ejemplo sencillo que podemos extrapolar a cualquier tarea de la vida: si lleno mi Instagram de cuentas, muy buenas y de contenido maravilloso, que me alejan de la calidad de mi producto, el algoritmo me mostrará lo que no deseo o no necesito y, además, al haber tanto contenido lo miro más deprisa y no profundizo en nada. Una limpieza de cuentas que sigo es como desbrozar el camino, quitar las hierbas salvajes y limpiarlo para que no me tapen el sendero a seguir, para que los sabores extra no tapen el del ingrediente principal.
Así, puedo interactuar con las cuentas que me nutren de manera más reflexiva.
Cuando elimino lo superfluo, tengo la oportunidad de saborear lo que queda. Los sabores son reconocibles y realmente pueden explotar en mi boca y brillar en mi mente.
Me doy cuenta de que la vida se revela realmente cuando tengo menos frente a mí.
No quiero decir con ello que tengamos que tener o hacer menos siempre. Sé que hay tareas que son necesarias aunque nos incomoden. Siempre y cuando no te comprometas a ellas por no querer (aunque sea de manera inconsciente) enfrentarte a tu ingrediente principal. En mi caso la escritura.
Si realmente existen esas señales que dicen, me doy cuenta de que crear cursos es perder el tiempo, posponer la escritura de libros. Debo abrir los ojos y tener todos los sentidos alerta para saber qué funciona. Si tapo con ingredientes superfluos el sabor principal, dejamos de reconocerlo. Y si encima son dosis mínimas, no da tiempo a degustar y saborear.
Cuando la adultez te atrapa y te lleva a la madurez (no es cuestión de edad) el único deseo es abrazar la plenitud de la vida. De la manera que a cada uno le llegue: desde la calma o desde el frenesí, no hay dos personas para las que la plenitud sea exactamente lo mismo; la madurez está en distinguirlo y llevarlo a cabo silenciando las voces externas que nos llenan de ruido mental.
Para mí, es darme cuenta de lo que sucede cuando disminuyo la velocidad, cuando hago menos, cuando me centro y experimento plenamente las cosas en lugar de apresurarme a superarlas para poder hacer más, para hacer aquello que me dicen que funciona, que es lo que me va a sacar del hoyo cuando yo siento que me hunde más.
La plenitud de la vida se revela a menudo en la sencillez.
Llevo meses acallando voces y desbrozando de hierbajos el sendero. Puedes venir a visitarme cuando quieras.
Pilar
P.D. He eliminado el curso de escritura por falta de interés. No se repetirá. Quizá lo convierta en libro como cursos anteriores, pero no a corto plazo. En breve publico nuevo libro y no es momento de sacar otro (si no conoces el proceso de publicación, te informo de que es largo y costoso). Pronto te daré noticias por aquí.
P.D. Si quieres escribir conmigo tienes dos opciones: mis libros o contratar un acompañamiento privado (escríbeme y me cuetas).
¿Eres de simplificar o te abrumas a ti misma con exceso de ingredientes? Hablemos de la esencia y la autenticidad de los sencillo en Notas o en Telegram: